Seguro que recuerdan al célebre
astrónomo Nicolás Copérnico, formulador de la teoría heliocentrista allá por el
siglo XVI, con la que puso patas arriba la Ciencia, que hasta entonces seguía la
tesis geocéntrica de Ptolomeo, para quien era el Sol el que giraba alrededor de
la Tierra y no al revés. Sin duda, también les sonará Kant -que, curiosamente,
estudió medicina-, responsable del conocido giro copernicano que condujo a un
nuevo enfoque de la Filosofía y, más en particular, de las condiciones que
hacen posible el conocimiento, considerando que es el sujeto y no el objeto quien lo determina,
cuestionando, por tanto, que nada pudiera ser conocido hasta que no nos fuera
dado[1].
Cito a tan conspicuos sabios para
ilustrar que el cambio -que no siempre es a mejor- resulta inexorable, y que
paradigmas otrora válidos y comúnmente aceptados dejan de tener virtualidad,
por mucha resistencia que algunos presenten. Resistencia que, a mi entender, están
mostrando en nuestro Sistema Sanitario quienes parecen no querer asumir un
paradigma pergeñado hace tiempo y que ya encontramos reflejado en textos
legales de finales del siglo pasado:
EL PACIENTE COMO CENTRO DE LA ACTIVIDAD SANITARIA
Algunos, con lamentable desacierto, desmerecerán esta idea tachándola de ilusorio desiderátum, tributario, más bien, de quienes se muestran partidarios –y reivindican- de una Sanidad más humanizada, como si tan legítima e inexcusable pretensión fuera una ocurrencia digna de mejor causa.
Pero sucede que el hecho de que el
paciente se configure como el centro del Sistema Sanitario no se agota en el
trato humanizado que debería dispensar todo aquel que trabaja en Sanidad. Ese
cambio de paradigma ha de impregnarlo todo: la relación con el paciente, sí,
pero también lo asistencial, y lo organizativo; sí, lo organizativo, porque los
gestores deberían sentirse especialmente concernidos.
Es capital entender que por mucho que
los sanitarios se muestren sensibles y comprensivos con los pacientes, por
mucho que se afanen en dispensarles el mejor trato posible, por mucho que
respeten sus derechos, por mucha humanidad que demuestren, su dignidad estará
siempre en riesgo de ser lesionada mientras titulares de potestades organizativas
confundan “discrecionalidad” con “arbitrariedad”, tomen decisiones ajenas al
interés público, irrazonables o precipitadas, cuando no beneficien a quienes se
muestren más afines o menos indómitos (incurriendo, con ello, en desviación de
poder y vulnerando el principio de igualdad[2]).
Seguro que todos vds. saben a qué tipo de decisiones me refiero. Decisiones que, eso sí, suelen estar acompañadas de esa coletilla cuasi omnímoda, revestida de presunción de legalidad (con lo que nos correspondería a nosotros enervarla), que todo lo puede y todo lo abarca, que reza “necesidades imperativas de la organización”, tantas veces alejadas de las necesidades reales de los pacientes.
La configuración de los pacientes como centro de la
actividad sanitaria se presenta, por tanto, pródiga en derivadas, no sólo la
humanizadora. Y a la satisfacción de las necesidades reales de los mismos
deberían orientarse todas y cada una de las decisiones organizativas que
pudieran adoptarse.
Antes de concluir, permítanme una breve
adenda acerca de las “necesidades
imperativas de la organización”.
Genera incomodidad en el personal -si
no irritación- el hecho de tener que asumir el cumplimiento de determinadas
decisiones organizativas amparadas en tales necesidades cuando la programación de
las actividades brilla por su ausencia, o cuando ni siquiera se ha elaborado el
Plan de Ordenación de Recursos
Humanos a que obliga la ley (art. 13 Estatuto Marco); configurado como
instrumento básico de planificación de recursos humanos con el que orientar el adecuado
dimensionamiento del personal, distribución, estabilidad, desarrollo, formación
y capacitación, en orden a mejorar la calidad, eficacia y eficiencia de los
servicios.
Podríamos decir que, ante una decisión revestida del manto de “necesidad imperativa de la organización”, la conversación entre el “directivo” y el profesional quedaría de la siguiente manera: “yo no planifico, pero tú obedeces. Y, si no estás de acuerdo, reclama, que perderás”. ¿Sería posible reaccionar frente a una decisión basada en necesidades organizativas? La respuesta es, obligatoriamente, afirmativa. Cuestión distinta es la ventura que suelen correr tales reclamaciones por lo apuntado en párrafos previos, a saber, la presunción de legalidad de que gozan las decisiones que toma la Administración. Pesaría sobre nuestro lomo la prueba de una posible desviación de poder, o de la vulneración de un precepto legal o derecho fundamental. En estos casos, el argumento fuerza que se suele esgrimir tiene que ver con la falta de motivación de la decisión impugnada, porque, como tienen dicho los tribunales de justicia,
“…esta presunción de que la Administración se comporta
con arreglo a Derecho no
la releva de la obligación de dar a conocer a la interesada las concretas
necesidades que la
llevaron adoptar el traslado, pues esta comunicación es lo que permite valorar
en su momento si la dirección se comportó correctamente o incurrió en un abuso
de poder guareciéndose en una facultad legal, como en el caso concreto denunció
la actora que atribuyo el traslado a una sanción encubierta, y aunque la carga
de la prueba de esta desviación de poder sea de quien la alega, es preciso que
previamente se motive adecuadamente el traslado acordado. Y esta motivación no
se cumple, con la mera transcripción del precepto legal…”
“Todo fluye,
nada permanece” (Heráclito)
[1]
Decía
Kant en su obra Crítica de la razón pura: “No hay duda alguna
de que todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia, pero, aunque todo nuestro conocimiento empiece con la
experiencia, no por eso procede todo él de la experiencia”.
[2]
Dedicaré el próximo post a analizar el régimen jurídico de las “comisiones de
servicio”, para arrojar algo de luz sobre prácticas tan consolidadas como irregulares.
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