Hogaño,
las Leyes de Autonomía del Paciente y del Medicamento siguen recogiendo una
expresión que, ciertamente, no sólo provoca, con razón, incomodidad y, tal vez,
irritación cuando se emplea en el contexto de la relación entre profesionales
sanitarios (básicamente, médicos-enfermeros), sino que puede generar equívocos a
la hora de determinar las responsabilidades en que pueden incurrir unos y otros,
por lo que sería deseable que fuera sustituida por otra más acorde con la
realidad actual. Me refiero, concretamente, a las antediluvianas “órdenes
médicas”.
Ciertamente,
en el imaginario colectivo, el término “orden”
–usado en femenino, que no en masculino (que sería, seguramente, más apropiado
en este caso porque no es lo mismo trabajar de forma ordenada que a base de
órdenes)- sugiere, la preexistencia de una relación de jerarquía que justifica
el sometimiento de quien ocupa la posición de “subordinado” a los dictados de
quien goza del estatus de “superior”, claro está, siempre que esos dictados
(órdenes) se ajusten a Derecho, puesto que no es admisible una obediencia ciega, impropia de un país
como el nuestro, que la descarta incluso en el ámbito militar[1].
Tal relación
de jerarquía no es, desde luego, asumible en las relaciones entre profesionales
sanitarios ni, en estrictos términos jurídicos, se compadece con el espíritu y
la letra de la Ley de –qué casualidad- Ordenación de las Profesiones sanitarias
(Ley 44/2003), donde encontramos expresiones tales como “pactos interprofesionales”, “espacios
competenciales compartidos interprofesionalmente”, “organizaciones crecientemente multidisciplinares”, “cooperación multidisciplinaria”, “integración de los procesos”, “la continuidad asistencial”, “trabajo en equipo”, “equipo de profesionales” e, incluso, “distribución de actuaciones”.
Sin embargo, sucede en ocasiones que esas “órdenes médicas” sirven de auténticos paraguas para algunas enfermeras que, por comodidad o –justo es decirlo- para evitar controversias, se limitan a seguir a pie juntillas las indicaciones del médico aun no compartiéndolas[2], contribuyendo a la tan denunciada “invisibilidad enfermera”. Así, dirán: “¿cómo no voy a hacer lo que dice el médico?”, ¿quién soy yo para contradecir al médico?”, “es preferible no discutir con el doctor X”.
La
cuestión estriba en si, causado un daño a un paciente, ese aparente refugio que
simula una orden médica eximiría de toda responsabilidad a la enfermera con
base en el artículo 20.7 del Código Penal, es decir, alegando el cumplimiento
de un deber. De hecho, seguro que no faltará alguna atrevida opinión que
advierta de la posible comisión de un delito de desobediencia por parte de la
enfermera que no atienda una “orden
médica”, considerando al médico como una “autoridad superior”.
Según mi
humilde opinión, que ha de ser coherente con lo ya expuesto, ni la indicación
de un médico es una “orden”, en sentido
técnico-jurídico, ni de la misma nace un “deber”
de obligado cumplimiento por una enfermera que la pueda eximir de
responsabilidad penal, y ello, sencillamente, porque, primero, estamos hablando
de profesionales; segundo, porque trabajan en equipo; tercero, porque ni
siquiera tienen legalmente definidas sus competencias ya que el legislador ha
querido que las mismas se determinen a base de pactos entre profesiones; y cuarto,
porque nunca se debe olvidar ni obviar
que es la salud del paciente el bien jurídico a proteger por todos los
profesionales sanitarios actuantes.
Por tanto,
si se ocasionara un daño a un paciente como consecuencia de una decisión de un médico merecedora de reproche penal que
hubiera desarrollado o ejecutado una enfermera, ésta tendría que ampararse en el
artículo 14.3 del Código Penal para intentar eximirse de responsabilidad, arguyendo
que no sabía –o no tenía por qué saber- que la indicación del médico era
incorrecta, debiendo valorar el juez las circunstancias del caso a fin de acoger,
o no, esa alegación.
Sucede
también que esa lamentable condena a la “invisibilidad” que sufre el colectivo
enfermero ha contribuido, en algún caso, a que su actuación quede no ya impune
sino exenta de un mínimo examen. Pongo el ejemplo de una Sentencia dictada por
la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo en el año 2009, que revocó una condena
impuesta a un médico al que inicialmente se había condenado como autor de un
delito de descubrimiento y revelación de secretos (art. 197.2 Cp.) por haber
accedido, a través del programa informatizado de consulta clínica, al Historial
clínico de otro médico del mismo Centro para obtener el dato allí registrado
referente al nombre de su médico de cabecera. Según el relato de hechos de la
Sentencia,
el segundo de los accesos a la historia
clínica del compañero fue realizado por una enfermera del Centro de Salud
siguiendo –dice el Tribunal- una orden expresa y directa del médico acusado.
Pues
bien, la enfermera no tuvo que responder de nada a pesar de su innegable
intervención en los hechos porque, con total seguridad, nadie le pidió
explicaciones en coherencia con su estatus de profesional sanitaria, que
debería haberle llevado a oponerse frontalmente a la “orden” del médico, por
muy expresa y directa que fuera, por su más que evidente antijuricidad.
Permítanme
que concluya diciendo que si bien es cierto que la responsabilidad nada tiene
que ver con la “visibilidad”, no lo es menos que a mayor “visibilidad” mayor
exposición al reproche. Esa es la servidumbre o el precio de quien se ganó,
hace tiempo, el reconocimiento de auténtica Profesión Sanitaria.
[1] El artículo 6.1, regla décima, de la Ley Orgánica 9/2011, de 27 de julio, de derechos y deberes de los miembros de las Fuerzas Armadas establece que: “La responsabilidad en el ejercicio del mando militar no es renunciable ni puede ser compartida. Los que ejerzan mando tratarán de inculcar una disciplina basada en el convencimiento. Todo mando tiene el deber de exigir obediencia a sus subordinados y el derecho a que se respete su autoridad, pero no podrá ordenar actos contrarios a las leyes o que constituyan delito”.
[2] Ni siquiera recurriendo a las “anotaciones
subjetivas” previstas en el artículo 18.3 de la Ley de Autonomía del Paciente
en caso de que el médico hiciera caso omiso a las advertencias sobre la probable
causación de daños al paciente.
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